Por: Analía Schwartz
Mi nombre es Analía Schwartz, y escribo esta carta porque aún me sigue temblando el cuerpo, después de once años de vivir una película trágica, donde mi vida cambió en un segundo y para siempre.
Aún recuerdo como si fuera hoy, ese domingo, el llamado amenazando de muerte a mis hijos de ese hombre que no me dijo su nombre, pero yo después reconocí. No tardaron desde el colegio en alertarme sobre la denuncia de una mamá que imaginaba que algo podía haber pasado en horas de clases, mientras ya había comenzado con el teléfono descompuesto.
Sigo pudiendo sentir en mi cuerpo esa sensación de sorpresa y dolor, de angustia e incertidumbre. Pero fiel a la verdad y a lo que me pasaba, sin dudarlo decidí juntarme con las familias a hablar. Pero no hubo tiempo para eso: Gritos, destrucción de la escuela, golpes a los directivos, y yo escondida en un salón junto a mi madre, donde me hicieron apagar las luces para que no me lincharan, hasta ese momento sin saber por qué, mientras desde afuera se escuchaba: “vamos a quemarle la casa a esa h.d.p.” ¡Toda mi familia estaba ahí! Después los escraches públicos hicieron lo suyo.
Cuánto daño puede hacer una falsa denuncia, ¿no?
Aulas vidriadas, docentes acompañantes, puertas abiertas, 30 minutos de clase, ¿De dónde habían salido esos increíbles relatos? ¿Cuál era la fantasía que llevaba a decir cosas que rondaban la ciencia ficción?
En esos años de desarrollar mi profesión con amor y el cariño de colegas, directivos, pero sobre todo padres, madres y alumnos, pasé en un abrir y cerrar de ojos al escarnio mediático, en redes sociales y al no poder caminar por la calle por miedo a que me maten o insultaran delante de mis hijos. Esa fue mi realidad mucho tiempo.
En estos años mi depresión, por así llamar a cuando no le ves sentido a la vida, porque no podés dejar de pensar que es una pesadilla y que vas a despertar, no me dejó ver crecer a mis hijos y es lo que más lamento. Tenían 8 y 15 años, y me los perdí. Yo hacía de cuenta que estaba, pero no era así. Mis sobrinas y sobrinos, no sé cuándo crecieron. Tampoco puedo recordar nada lindo vivido, si no me muestran una fotografía donde yo estoy ahí.
De igual manera, entiendo lo que me pasó como un problema social y no por individualidades que hayan querido hacerme alguna maldad a mí en particular. No lo hago desde un falso filantropismo, sino desde una búsqueda de la realidad. Creo que esta enfermedad social, esta pandemia de denuncias falsas se basan en inseguridades que tenemos como país. Porque también entiendo que estas familias, que se sumaron a las falsas denuncias, sin quererlo dañaron la vida de sus hijos forzando una realidad que era imposible en términos prácticos. Y nadie, o casi nadie, quiere hacerles daños a sus propios hijos.
Dude mucho en escribir esto, porque quiero dejar todo en el pasado. Pero la verdad que tanto dolor no se va solo con la absolución de la justicia. Esto que me pasó a mí, es uno de los casos de cientos de docentes que viven lo mismo en todo el país. Algunos en sus casas, otros desde la cárcel esperando el día del juicio (que no llega nunca) para demostrar su inocencia y en otros casos esperando hace años la absolución.
Los abusos sexuales contra niños son delitos aberrantes que deben ser condenados con todo el peso de la ley. Pero para eso, deben estar garantizadas todas las herramientas del debido proceso que permitan conocer la realidad de cada caso y llegar a la verdad. No con presiones ni escraches, no con manipulación, ni falsos informes, sino con la verdad.
Muchos docentes que pasan por lo mismo, algunos con solo el escrache se suicidaron, otros como a Marcelo que lo lincharon y mataron, después de su absolución. Creo que podría nombrar a todos, pero no me alcanzaría el espacio. El Prof. Lucas Puig de La Plata, después de un proceso de 14 años falleció este 9 de mayo, a causa de un gravísimo cáncer. A él no lo mató la enfermedad, lo mató la injusticia.
Espero que mi caso sea la luz que ilumine a los procesados y encausados, que ilumine a la sociedad y a la justicia, para que se acabe esta locura y se llegue a la verdad.
Con los chicos no, con los docentes tampoco.