Por Diego Roldán, Doctor en Humanidades y Artes por la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Investigador Independiente del Conicet en el Instituto de Estudios Críticos en Humanidades UNR-Conicet. Investigador del Programa Políticas, Espacios y Sociedades del Centro de Estudios Interdisciplinarios de la UNR.

A lo largo de su historia, las Copas Mundiales de Fútbol constituyeron uno de los grandes eventos internacionales. Junto a los Juegos Olímpicos configuran las mayores constelaciones deportivas contemporáneas. Ambos mega-eventos tienen la peculiaridad de acercar y superponer dimensiones alejadas de la vida y la experiencia: lo global y lo local, el Estado y el mercado, la política y el deporte, lo extraordinario y lo cotidiano.

Los países y las ciudades que han sido sede de estas justas deportivas son plazas de oportunidades, ambientes de negocios, lugares expuestos a la transformación. Esos escenarios urbanos se convierten en espacios para diversas exhibiciones, ¡enormes vidrieras globales. Las infraestructuras deportivas y los acondicionamientos urbanos estimulan las visitas turísticas.

Sin embargo, gran parte del torneo será mediatizada. Las mayorías de fanáticos accederán a esa experiencia a través de miles de pantallas, distantes del epicentro de los acontecimientos, alejadas de los campos de juego y de los cuerpos de los competidores, pero estratégicamente diseminadas por todo el planeta.

Esa posición alejada en el plano físico-material, pero próxima en el afectivo, será la regla entre los hinchas de la Selección Argentina en Qatar. La forma de experimentar esa relación mediada por la imagen-movimiento con el deporte ha sido construida a lo largo de los años y supone diferencias dentro del colectivo de hinchas-espectadores. En la Argentina, Qatar 2022 supone una experiencia atípica tanto en el espacio como en el tiempo. Un Mundial celebrado al promediar la primavera y emplazado en Asia desplaza las coordenadas más frecuentes.

La ansiedad recorre los cuerpos de los hinchas, afecta el reposo, mantiene la palabra concentrada en un solo tema: el mundial y sus posibles derivaciones. Las variadas formas de experimentar el torneo dependen de sus entretelones, de una trama siempre condimentada por un alto grado de incertidumbre que se reactualiza tras cada partido. Los pronósticos en el fútbol son válidos solo hasta el instante en que comienza a rodar la pelota. Durante el Mundial, esta premisa se extrema. Se trata de un torneo muy exigente para los futbolistas y el cuerpo técnico tanto desde el punto de vista físico como mental. Esa intensidad se inscribe en la solidez de buena parte de los equipos, la brevedad del certamen con poco tiempo de recuperación entre partidos y la atención global que suscitan.

El Mundial genera una desgarradura en la rutina de quienes habitan el país. Cierto efecto de parálisis envuelve las calles y los espacios públicos cuando juega la Selección. Luego de la pitada final y si el resultado ha sido favorable, las calles se reactivan, pero con propósitos distintos a los de la circulación apresurada. Sin importar el día y la hora, quienes estuvieron siguiendo el partido salen a la calle, copan los espacios cívico-monumentales distribuidos en todo el país para iniciar un ritual de encuentro, festejo, euforia y celebración.

Como acontecimiento sociocultural, el mundial supone la configuración de un tiempo-espacio cíclico particular en el que lo cotidiano permanece en suspenso. En eso, el Mundial se asemeja a una fiesta colectiva que se celebra cada cuatro años alrededor del deporte más masivo de la Argentina. A lo largo de un mes, el Mundial y el fútbol dibujan un territorio de encuentro y de producción de lazos forjados por un conjunto de prácticas que comunican la celebración del deporte y la identidad colectiva y que, partido tras partido, actualiza, ensambla y pone en juego las comunidades simbólicas de la patria, la nación y el deporte. (Telam)


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