Por Juan Sartor
Y finalmente ganamos la copa después de 36 años, en una tierra lejana y exótica. No sin antes sufrir hasta el borde del infarto cuando Francia nos empató dos veces sin merecerlo y casi nos gana cuando finalizaba el alargue y un inmenso Dibu nos salvó de una frustración que hubiera sido injusta e intolerable. El partido perfecto de Argentina hasta el minuto 80 y la montaña rusa posterior con un desenlace que parecía una moneda en el aire, fue un homenaje superlativo a la recordada definición del fútbol de Dante Panzeri como “dinámica de lo impensado” y a la poesía de Homero Expósito del tango Naranjo en Flor “primero hay que saber sufrir, después amar…”. Imposible haber imaginado una final mundial de semejante intensidad, belleza y dramatismo.
Luego por fin ese festejo a los gritos, liberador, sanador, agradecido de una justicia futbolera universal. El abrazo con mi hijo Joaquín de 25 años que festejaba por primera vez una copa mundial, después de las leyendas del 78 y el 86, que como parte de esa inmensa argentina joven sub 40, sentía que esta era “su copa” y “su Messi”, que los igualaba a sus padres y abuelos que teníamos nuestras copas y nuestros Kempes y Maradona. Y la fiesta en 7 y 50 y la plaza Moreno y en todas las calles y plazas del país.
Pero la alegría era tan grande que no alcanzaba una noche para expresarla. Necesitamos ver bajar del avión a nuestros campeones y luego festejar con ellos para asegurarnos que todo era verdad, que no lo habíamos soñado. Y entonces nos sorprendimos por la magnitud extraordinaria de millones de argentinos en las calles, armando la fiesta popular más grande, alegre, desmesurada e integradora de nuestra historia. Estuvimos “todos” invitados sin distinciones de ningún tipo, siendo parte también quienes participamos de la fiesta mirando la tele o la pantalla de un celular.
Y tampoco alcanzó esa fiesta pagana para agotar una alegría infinita e incontenible, entonces nos emocionamos viendo como homenajeaban a los campeones en cada uno de sus pueblos de origen, desde la portentosa Rosario con sus emblemas Messi y Di María hasta la modesta Calchín de tres mil almas con Julián Alvarez. Y quisimos ver de nuevo la final y los goles del mundial. Y queríamos seguir hablando del mundial y viendo sus memes, videos y fotos. Hasta la nochebuena en la que muchos tuvimos puesto el canal que repitió la final e hizo coincidir el momento en que Messi levantaba la copa con el brindis de las 12.
Pero que significa todo esto?. Messi dijo urbi et orbi “no traten de entenderlo”.
Qué conexión profunda, existencial y subterránea se produjo entre la Argentina toda y su selección de futbol campeona, más allá de lo exclusivamente deportivo?.
Podríamos hablar de una sociedad agobiada por las frustraciones acumuladas y la ausencia de un futuro mejor, que hizo catarsis en un genuino y potente “por fin algo importante para que todos podamos festejar”. Y si hubiera algo más?. Qué valores expresó nuestra selección en este tiempo?. Convicción para lograr un objetivo compartido, una estrategia flexible respetada e interpretada por todo el grupo, esfuerzo y compromiso colectivo, un liderazgo técnico mesurado y sobrio, un liderazgo futbolístico que al talento inigualable le sumó un optimismo contagioso, un equipo con el temple necesario para sobreponerse a dificultades extremas, solidaridad para ponerse el overol en beneficio del conjunto, confianza con humildad, complicidad y alegría y como si todo ello fuera poco, una voluntad y deseo entrañable de brindar felicidad a su pueblo.
Quizá haya una pista en la conmovedora canción “Arrancármelo” de Wos: “Y no tengo pensado hundirme acá tirado. Y no tengo planeado morirme desangrado. Y no-oh-oh, no me pidas que no vuelva a intentar. Que las cosas vuelvan a su lugar”. Yo me permito imaginar que ese lugar emocional fuera Diego levantando la copa en México, en el tiempo de la ilusión colectiva de la recuperación democrática, cuando creíamos que un país mejor para todos era posible. Era el tiempo de la felicidad compartida.
Quizá la gambeta más genial de Leo sea tirarle una pared a Diego y a aquel tiempo feliz, y darnos la oportunidad de hacer propios los valores de la selección, para aplicarlos al objetivo de construir una Argentina que le pueda ofrecer algo de felicidad a todos. Ojalá la dirigencia política, empresarial, sindical, social y los ciudadanos de a pie, la aprovechemos. El futuro está en nuestras manos, como cuando perdimos con Arabia Saudita. No esperemos salvadores que no existen. Trabajemos en conjunto para lograrlo, como lo hicieron nuestros campeones. Quizá esta alegría gigante que inunda los corazones de nuestro presente, pueda ser la energía que alimente nuestro futuro. De todos nosotros depende. Si ellos pudieron hacerlo primero en Río de Janeiro y ahora en Qatar, nosotros deberíamos poder hacerlo acá.
Juan Sartor
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