Por Mariano Busilachi – Licenciado en Comunicación Social. Consultor de comunicación política e institucional.
Hace un tiempo a esta parte, el presidente Alberto Fernández afirmó en varias oportunidades sobre las marcadas diferencias que existen en la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires, en particular, lo que se denomina habitualmente como el conurbano bonaerense.
Exacerbado el mensaje por los voceros indirectos del Presidente y el ala dura del Frente de Todos, generó grandes disidencias por parte de Juntos por el Cambio y el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta. El cisma, finalmente, se produjo con el anuncio de la quita del 1% de la coparticipación de la Ciudad de Buenos Aires, para otorgárselo a la provincia comandada por Axel Kicillof.
Más allá del ruido político – y judicial – que generó esta decisión unilateral del Presidente, ronda en el aire una idea de igualdad total en la clase política y principalmente en el oficialismo, lo que no termina de convencer a la ciudadanía. Así como ocurrió con el anuncio de Fernández, en el marco de una grave crisis que atraviesa la policía de la provincia de Buenos Aires, también sucede en otras áreas ligadas a la paridad de “género”, el lenguaje, las políticas sociales y algunas cuestiones económicas como el ahorro en dólares.
¿Hemos tomado a la igualdad en su sentido absolutista? ¿La consecuencia de la igualdad es restarle derechos y garantías a parte de la población? ¿La igualdad funciona por imposición o convención?
La pandemia trajo una novedad que pocos creíamos que podía suceder, considerando la agresividad y las constantes acusaciones entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio en los últimos tiempos: el diálogo constante y las apariciones públicas en común entre Alberto Fernández, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta. Inesperado, básicamente, por la presencia latente de la vicepresidente Cristina Fernández, mucho más intransigente que su compañero de fórmula a la hora de dirigirse a los partidarios del PRO. La gestión de la “cuarentena” había acercado posiciones que se empezaron a resquebrajar poco a poco, entre contradicciones y “traiciones”.
El jueves 10 de septiembre, la relación política entre Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta (o entre el gobierno nacional y provincial, y el gobierno porteño) voló por los aires. El Presidente anunció la quita de un 1% de la coparticipación a la Ciudad de Buenos Aires y se lo otorgó al gobernador bonaerense, mediante el llamado «Fondo de Fortalecimiento Fiscal». Según los cálculos estimados, serían más de $31.000 millones de pesos, aunque en 2021 podría elevarse a cerca de $45.000 millones.
Para quienes desconocen de qué se trata la coparticipación, hay que explicar que hay dos maneras en que las provincias argentinas y CABA reciben recursos por parte del Estado nacional. Por un lado, aunque son cantidades menores, el gobierno central envía fondos discrecionales a cada provincia. Estos son, por ejemplo, los Aportes de Tesoro Nacional (ATN), los cuales no están fijados por ley. La segunda opción y la de mayor peso económico, son las transferencias automáticas diarias, determinadas principalmente de acuerdo a la coparticipación que tenga cada provincia. A diferencia de la primera vía, se trata de fondos de dinero que la Nación distribuye a los distritos según porcentajes fijados por la Ley de Coparticipación Federal promulgada en 1988, además de otras leyes compatibles.
¿Cuál fue el argumento de Fernández para quitarle este punto de coparticipación a CABA? Fundamentó que la Ciudad recibió 2,1% más de coparticipación por el traspaso de la Policía Federal, en enero de 2016. “Pero advertimos que había un 1% de excedente”, afirmó. Ese porcentaje fue “devuelto” a la provincia. Fernández deslizó que “este tema lo hablé muchas veces con Rodríguez Larreta. Tengo la tranquilidad que nadie puede mostrarse sorprendido». Aunque se supo que Eduardo «Wado» De Pedro, Ministro del Interior, como así también Julio Vitobello, secretario de la Presidencia, notificaron de este anuncio previamente a Horacio Rodríguez Larreta de la decisión, desde el gobierno porteño afirmaron que el aviso llegó minutos antes del anuncio presidencial. Alguien miente o alguno de los dos sectores está faltando a la verdad. De cualquier manera, la armonía política se rompió definitivamente.
El primero que salió públicamente a cuestionar la decisión del Frente de Todos fue el senador nacional Martín Lousteau, referente de Juntos por el Cambio. «Nadie del gobierno porteño estaba al tanto de esto», indicó. Lousteau es uno de los pocos dirigentes opositores que tiene un diálogo fluido con Fernández. Lo curioso de la situación fue que los propios intendentes opositores que fueron citados al anunció del día de jueves, tampoco estaban al tanto. ¿Nadie consultó previamente de qué se trataba? ¿Fueron ingenuos en aceptar la invitación o los engañaron como ellos mismos señalaron posteriormente? Así las cosas, el jefe de gobierno porteño ya decidió llevar el tema a la Corte Suprema de Justicia. El oficialismo “resolvió” un problema agregándose uno más. Un clavo no siempre saca otro clavo.
De cualquier manera, el Presidente ya se había quejado con anterioridad de la “opulencia” de la Ciudad de Buenos Aires respecto al resto del país. Textualmente, comentó: “Nos llena de culpa ver a la ciudad de Buenos Aires tan opulenta, bella, desigual e injusta con el resto del país”. Aunque las palabras del mandatario hayan ido en la dirección de federalizar a una Argentina que lo necesita desde hace años, las palabras elegidas para el mensaje fueron incorrectas. O los asesores comunicacionales del Jefe de Estado deberían rever su estrategia, o Fernández debería entender que con esa oratoria ensancha aún más la grieta que prometió erradicar. Con un discurso mejor encaminado, Rodríguez Larreta indicó que “si Buenos Aires es opulenta habría que tratar de nivelar para arriba».
En cualquier caso, si la Ciudad de Buenos Aires se destaca del resto del país, habría que ver que están haciendo los otros mandatarios provinciales y no ir en contra de la gestión porteña. Y no tiene que ver con una mayor o menos coparticipación. El crecimiento de una intendencia o de una provincia responde a la calidad institucional de las estructuras y la administración de recursos de sus gobernantes. El presidente podría preguntarse por qué, por ejemplo en las provincias del Norte, con la innumerable cantidad de recursos naturales con los que cuentan, hay mandatarios que llevan más de 20 años en las esferas del poder, pero los las estadísticas de pobreza y hambre siguen siendo insultantes. O por qué en el sur, en donde hay tanto más por explotar, hay una provincia quebrada como la de Santa Cruz.
Cuando el federalismo entra en el terreno de la disputa con lo unitario siempre perderá, porque intentará nivelar para abajo. Lo que haga la Ciudad de Buenos Aires es responsabilidad de la Ciudad de Buenos Aires. El resto de las provincias tienen motivos para estar mucho mejor de lo que están. A lo sumo, no es incorrecto evitar los desfasajes en la coparticipación. Pero, la peor injusticia y desigualdad que sufren los pueblos es la opulencia del poder político que le ha dado la espalda a sus ciudadanos, con prácticas feudales, clientelistas y antidemocráticas. El presidente, con sus probados recursos dialoguistas, debería mirar un poco más adentro y darle el tirón de oreja a quienes corresponden.
En un contexto como el de la última semana, nadie quiso acordarse que, en el conurbano bonaerense profundo, la opulencia de los dirigentes genera enormes desigualdades. No es sólido hablar de los últimos cuatro años, en una provincia que viene devastada hace muchísimo más tiempo, incluso cuando gobernaron los propios.
La idea de la igualdad a veces es peligrosa. En general, cuando la política habla de igualdad, hay que tomarlo con pinzas. En Argentina, la tendencia igualitaria ha chocado permanentemente con la noción de libertad. Yendo aún más lejos, en ciertas ocasiones ha confundido “el ser” con “el deber ser”. Uno es libre y elije lo que quiere hacer con su vida, dentro de las normas que ha aceptado de la sociedad en la que vive. Sin embargo, nadie puede obligar al otro a ser iguales. No lo somos, no lo seremos nunca. Todos podremos tener los mismos derechos. Pero, ante todo, primero debemos ser libres para poder transitarlos.
La igualdad absoluta se ha incorporado en las discusiones más sensibles de este tiempo. Aunque suene políticamente incorrecto, hay que preguntarse qué alcance tiene una ley de paridad de género en los cargos públicos. ¿hay que resolver el desequilibrio entre la cantidad de hombres y mujeres en la función pública? Sí. ¿La ley de paridad puede ayudar en eso? Sí. ¿Es la solución? Definitivamente, no. Se corre el riesgo de que la mujer termine ocupando diferentes espacios por completar un cupo y no por su capacidad intelectual o laboral. Igualdad no siempre es justicia. A veces, la discriminación está en la propia corrección. ¿No es nivelar para abajo al género? La mujer tiene el mismo derecho que el hombre a ganarse sus propios espacios de poder, sin necesidad de que la obligue ninguna ley.
Esta necesidad imperiosa de igualdad se ha incorporado, incluso, en el lenguaje. La moda del lenguaje inclusivo es parte de ello. Cualquiera puede utilizar el lenguaje como le plazca, hablarlo a su manera, desarrollarlo como le quede más cómodo. Sin embargo, el lenguaje se modifica en el tiempo con la convención de uso, no por la imposición de género. Nadie será menos o más machista por cambiar una letra del idioma. En todo caso, hay que trabajar en la infancia para que los niños sepan que pegarle a una mujer está mal y que las niñas sepan que tienen los mismos derechos que el hombre. Imponer una modificación del lenguaje en organismos públicos es demagógico y tonto. La imposición nunca ha sido una buena aliada de la humanidad y así lo ha demostrado, por ejemplo, esta “cuarentena” eterna.
Posiblemente, debamos ir progresivamente hacia un debate profundo de la concepción de igualdad. Sería mejor, a modo de alternativa, pensar un poco más en el concepto de equidad. Si se quiere cambiar la coparticipación o tener un país más federal, habría que reflexionar entonces en cómo repartir mejor los recursos, sin quitarle derechos a los ciudadanos o las otras provincias. No se trata de que todos ganemos lo mismo y que haya un gobierno central que decida qué es federal y qué no. Se trata de que todos vivamos bien, ganando lo que tenemos que ganar en base a nuestro esfuerzo y ser libres de disfrutar de lo que ganamos. Aunque suene polémico, tampoco es obligatorio ser solidario. Es una decisión noble pero altruista. Nadie puede obligarte a hacerlo sin tu consentimiento. Pasa con las personas, con los distritos y con los Estados.
El peligro de hacer una adoración de la igualdad puede generar un aletargamiento y profundización de la grieta. Resolver los enormes problemas de la provincia de Buenos Aires no llevarán un período de gobierno, ni dos y ni siquiera tres. Seriamente, hay que empezar a pensar en la superpoblación del conurbano y repensar estrategias para terminar definitivamente con ese defecto estructural. Dividir la provincia, esa idea que para muchos era inadmisible, urge con necesidad que se ponga sobre la mesa de un pronto debate. 17 millones de personas lo necesitan, tanto como las estructuras de educación, salud y seguridad provinciales. Las tomas de tierras son parte del mismo diagnóstico.
La ciudadanía no necesita ya patriadas históricas ni anuncios altisonantes. Por el contrario, necesita gestión, necesita saber hacia dónde va, qué puede ofrecerle la clase dirigente sin chicanas, sin antagonismos ni decisiones improvisadas. Los bonaerenses necesitamos saber si la provincia volverá a ser viable algún día y si somos conscientes que son cambios que, quizás, no lleguemos a ver mientras vivamos. Aceptar eso es pensar en el largo plazo e “igualar” para arriba.