Por Mariano Busilachi – Licenciado en Comunicación Social. Consultor de comunicación política e institucional.

La última semana asistimos a un verdadero show de “carpetazos” en redes sociales. Lo que siempre correspondió a los turbios subsuelos del poder, como son los servicios de Inteligencia en Argentina, pareciera que se trasladaron a anónimos sin mucho que hacer de su vida, limitando su capacidad útil a generar pequeños mundos posibles en las redes.

Tres jugadores del seleccionado argentino de rugby estuvieron en el ojo de la tormenta por publicaciones de hace ocho años atrás, cuando apenas llegaban a los 20 años de edad. Con un marcado y condenable tinte racista o xenófobo, los ahora Pumas se expresaron con total impunidad sobre trabajadoras domésticas, bolivianos o cuestiones de etnia. Aunque, desde ya, fueron expresiones repudiables, la razón de sacar a la luz esas viejas publicaciones fue por la simple razón de un disgusto generalizado por no homenajear “como corresponde” a Maradona tras su fallecimiento.

Que las redes sociales, en particular Twitter, tienen entre sus usuarios a un sinfín de idiotas no es nada nuevo. Esos “carpetazos” incluyeron antiguas expresiones de personas famosas. Pero, lo más increíble de todo, fue la absoluta hipocresía que se vio con una condena social que reaccionó como si fuésemos perfectos.

Estos días posteriores al fallecimiento de Diego me hicieron pensar que, más allá de lo extraordinario que fue como jugador de futbol, Maradona nos representó en todas nuestras cualidades y defectos. En absolutamente todo eso. Socialmente, Diego reflejó nuestra identidad. Él fue producto de una cultura compleja. Nosotros nos apropiamos de la exacerbación de esa idiosincrasia, que vehiculizó con una vida increíble.

Aunque siempre insistimos en que el país debe cambiar y que, en realidad, las grandes trasformaciones deben ser culturales, no podemos – ni debemos – caer en la trampa de creernos que somos algo que nunca conseguimos ser. Como sociedad, no nos sobra honestidad, ni trasparencia, ni educación, ni respeto, ni largo plazo, ni diálogo. ¿Por qué se lo pedimos toda la vida, entonces, a Diego? ¿Por qué reaccionamos como carmelitas descalzas a una conducta que en los rugbier está mal pero en otros no?

De pronto, al ver los repudiables posteos de los jugadores de Los Pumas nos convertimos todos en ciudadanos ejemplares. De golpe, de un día para el otro, nunca hicimos idioteces o dijimos barbaridades de adolescentes; nunca discriminamos a nadie, ni hicimos bullying o dijimos algo indebido; nunca cambiamos de opinión con los años, ni votamos personajes nefastos solo porque tenían buenos publicistas: nunca dijimos palabras como negro cabeza, cheto, trolo, puta, mogólico, ni usamos los términos gordo/a, manco/a, rengo/a de forma despectiva. Así, sin más, dejamos de ser argentinos para transformarnos en una colonia de Heidis. Ese mismo moralismo hipócrita es el que no nos lleva a ningún lugar hace años. Paradójicamente, nos convierte en lo que criticamos.

Como una gastada cruel del destino, en la misma semana se conoció que la Corte Suprema de Justicia confirmó la condena contra el ex vicepresidente Amado Boudou, por la indignante causa Ciccone. Un verdadero acto de corrupción como nunca antes se vio.

Lo que más llamó la atención fue la defensa al unísono de Amado Boudou de un sector del Frente de Todos. Andrés Larroque y el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, salieron a defenderlo al ex vicepresidente y atacar a la Corte Suprema. Incluso, también en la misma postura, se manifestó Santiago Cafiero, el jefe de Gabinete de Ministros de la Nación. Se merecen un párrafo aparte.

Larroque, Kicillof y Cafiero, antes que pedirles explicaciones a la Corte Suprema por confirmar la condena de un corrupto desagradable como Amado Boudou, condenado en doble instancia judicial, deberían sentarse frente a la sociedad y explicar todos los errores que cometieron durante estos meses. Larroque, ministro de Desarrollo Comunitario de la provincia de Buenos Aires, debería darnos los motivos de por qué se llegó al desalojo intempestivo de Guernica, tras el fracaso de sus gestiones. Kicillof debería explicarnos un día que pasó con los muertos de COVID en la provincia. Cafiero debería darnos alguna respuesta respecto a cada una de las contradicciones que escuchamos de sus ministros, con peleas internas que ya son vox populi. Pero, lo peor de todo, es que ninguno de los tres reparó en que el propio presidente Alberto Fernández, en una columna de su autoría publicada en el Diario la Nación en 2014, lo dilapidó a Amado Boudou, avalando el proceso penal en su contra. Y no se trata de cambiar de opinión con los años. Fernández es abogado y la nota es elocuente.

Da la sensación que son las mismas respuestas que se han dado en una pandemia que solo nos dejó preguntas sin resolver. Las mismas que nos hacemos cuando vemos que la economía no arranca, que las cifras de pobreza e indigencia aumentan, aunque para el Presidente no hubo ningún argentino que pase hambre. El mismo Presidente que vanaglorió a un Gildo Insfrán que dejó sin residencia y sin cobertura médica a numerosos formoseños varados. No es opinable. No es lo que a uno le guste o no le guste. Son hechos, son palabras que se dijeron, son acciones que no se condicen con dichas palabras. Si el Frente de Todos piensa en gobernar realmente para todos, que empiece a dejar los anuncios “históricos” de lado y comience a resolver sus propias contradicciones internas.

No voy a extenderme en lo que fue el velorio de Diego Armando Maradona. Sin embargo, debería ser un hecho que haga reflexionar al Presidente. Nadie está preparado para un velorio como el de Diego. La familia tenía todo el derecho a decidir cómo debía ser. Lo que no puede pasar, es que el propio Jefe de Estado salga con un megáfono, como si fuera un secretario, a querer calmar a una horda de fanáticos que no respetaron ni al COVID ni a nadie. No hay lugar para una conducta presidencial que abogue por un velorio en Casa Rosada sin ningún tipo de previsión sobre lo que genera la persona que se despide. Todos sabíamos que un velorio de Maradona en Casa Rosada no podía durar lo que duró, ni que el patio de las Palmeras se convierta en una kermese. ¿Faltó autoridad? ¿Qué falló?

Siempre intento frenar un segundo y decir lo mismo: no es fácil para ningún gobierno gestionar algo inédito como la pandemia de COVID 19. Y, encima, se te muere Maradona. Sin embargo, Fernández quiere mostrar un liderazgo del que carece. Pero no por ir detrimento del Presidente, que de seguro tiene que lidiar con muchas fallas estructurales. No lo tiene por dos motivos: por un lado, por su camaleónico posicionamiento de acuerdo a su interlocutor. Por el otro, porque su génesis de poder se dio a través de la elección impuesta de su propia Vicepresidenta. Despegar la figura de Cristina Fernández del poder es irreal e infértil. Los embates contra la Justicia son una muestra de ello. ¿El Presidente tiene la suficiente fortaleza para torcer definitivamente la percepción de doble comando? ¿Gobierna como él quiere?

En esa mescolanza aparece todo el combo explosivo que identifica el quehacer argentino. Aparece la conflictiva vida de Diego, a quien se le pidió ser como la sociedad nunca fue; la discriminatoria percepción social de unos rugbier adolescentes que llegan a Pumas gracias a su maduración personal; la corrupción de un ex vicepresidente y la defensa inaudita de actuales funcionarios que deben dar explicaciones; un Presidente que todos los días debe dar examen de su liderazgo, con una oposición que sabe que tiene mejores cartas para 2021 pero carece de jugadores para jugarlas. En todo ese lio estamos, agregándole un lapidario informe de la UCA y una expectativa aun peor de las cifras del INDEC para el cierre de este año. Casi el 70% de los niños y adolescentes son pobres.

Pero, por unos días, fingimos ser ciudadanos suizos, correctos, ordenados, puntuales, civilizados. En realidad, hace años fingimos una moralidad que no tenemos colectivamente.

A Maradona le pedimos lo imposible, porque somos un país que busca un padre que lo cobije. A los Presidentes le pedimos lo mismo. A los rugbier les pedimos valores, pero no tenemos ningún problema en cantar las canciones que las barras de futbol inventan, hablando de drogas, de prostitutas, de xenofobia, de matar. Al propio poder político le exigimos ética, aunque siempre tenemos esa costumbre de sacar ventaja en las cosas mínimas. ¿Y si arrancamos por casa? Somos esto, un despelote. No obstante, se puede mejorar asumiéndolo y no creyéndonos un cuento absurdo.

Una sociedad no progresa con corrupción. Pero, tampoco, con hipocresía. Primero, aceptemos lo que somos, lo que hemos hecho y a dónde hemos llegado. Aceptémoslo para ser mejores, para entender por qué llegamos a donde estamos. Recién allí, veremos la manera y los caminos para construir esa sociedad que tanto anhelamos, con menos pobreza, menos inflación, más empleo y – principalmente – mejor educación y salud.

Dejemos el moralismo de lado, la hipocresía y las intenciones imposibles. Nada cambia si no transforma. Y, lo que se transforma, requiere que lo de antes ya no sea igual.

Argentina necesita transformarse. Necesita saber que es saludable que, de una vez por todas, muchas cosas dejen de ser lo mismo.


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