Ruth Morton, una mujer uruguaya de 97 años, reveló por primera vez que en 1982 realizó tareas de espionaje para Gran Bretaña durante la Guerra de Malvinas.
Según su testimonio, vigiló movimientos navales argentinos desde un edificio en ruinas en la ciudad de Mar del Plata y transmitió información sensible a la inteligencia británica, exponiendo maniobras destinadas a comprometer la defensa argentina en el Atlántico Sur.
La confesión fue realizada en una entrevista con el periodista Graham Bound, fundador del Penguin News, el diario de las islas Malvinas, y también difundida a través del podcast BBC Outlook.
Allí, Morton detalló tanto las estrategias operativas empleadas durante la misión como los antecedentes familiares que la vincularon históricamente a los servicios de inteligencia del Reino Unido.
Morton nació en Uruguay en una familia con ascendencia escocesa e inglesa. Relató que durante su infancia sus padres fomentaban el vínculo exclusivo con la colonia británica y evitaban que se relacionara con niños uruguayos.
“Yo solía decir que era inglesa. Recuerdo que a mi madre no le gustaba que fuera amiga de los niños de al lado porque eran uruguayos”, contó quien se considera anglo-uruguaya. A su vez, explicó que esta identidad influyó en su posterior vinculación con actividades de inteligencia.
Los antecedentes familiares se remontan a la Segunda Guerra Mundial. Su padre, el empresario Eddie Morton, trabajaba en las Oficinas Centrales del Ferrocarril de Montevideo, que, según aclaró, funcionaban como un brazo de la inteligencia británica.
Allí reclutó a sus dos hijas mayores, Rose Lily y Miriam, para interceptar, traducir y transcribir mensajes secretos a partir de 1939, tras la invasión nazi a Varsovia.

“Él conocía su deseo de ser útiles para la causa. Sabía que serían buenas en ese trabajo. Estoy segura de que el hecho de que hablaran ambos idiomas fue una gran ventaja”, explicó Ruth.
Las operaciones se realizaban dentro de un grupo de ocho personas, seis de ellas eran mujeres. Según señaló Bound, era un secreto a voces en Montevideo que los espías se reunían en un café llamado Oro del Rin.
Uruguay se había convertido en un centro clave de actividad por su rol como proveedor estratégico de grano, carne, cuero y lácteos para Gran Bretaña.
Con apenas once años, Ruth sabía que pertenecía a una familia vinculada al espionaje y colaboraba de manera indirecta. Atendía el teléfono de su casa, tomaba nota de las instrucciones y transmitía mensajes palabra por palabra.
“A veces no sabía lo que estaba recibiendo o transmitiendo, pero tenía que hacerlo palabra por palabra, debía recordar cada palabra y transmitir los mensajes”, relató.
Décadas más tarde, los servicios de inteligencia británicos retomaron el contacto con la familia Morton.
En 1982, cuando Argentina inició la recuperación de las Islas Malvinas, Miriam —que entonces era contadora de la embajada británica en Montevideo— fue reclutada nuevamente y convocó a Ruth, que tenía 53 años, estaba casada y tenía una hija.
“Era mi jefa en esos días. Sabía lo que se necesitaba y se dio cuenta de que yo sería menos sospechosa, así que me mandó”, señaló.
Ambas viajaron a Buenos Aires y Ruth fue destinada a Mar del Plata, donde su misión principal era vigilar el movimiento de tres submarinos de la Armada Argentina: el ARA Santa Fe, el ARA San Luis y el ARA Santiago del Estero. El operativo era supervisado desde Montevideo por una agente con nombre en clave “Claire”.
Morton explicó que se ocultaba bajo las tablas de un edificio parcialmente destruido, desde donde tenía vista directa a la base naval.
“Había un espacio para arrastrarse debajo que me daba una vista perfecta de los submarinos a solo unos cientos de metros”, detalló.
Las condiciones eran extremas: “Era arenoso, sucio y sumamente incómodo porque no había espacio. Ni siquiera podías sentarte. Me salieron ampollas en las rodillas y codos de tanto arrastrarme”.
La transmisión de la información implicaba una cadena compleja: debía tomar al menos dos colectivos hacia el interior y luego llamar desde un teléfono público a un contacto anglo-argentino, quien le proporcionaba un nuevo número cada vez.
“Contestaba alguien con acento británico”, recordó. Sobre uno de esos intermediarios señaló: “No me gustaba esa persona, yo no le gustaba a esa persona, y finalmente desapareció”.
La desaparición del contacto generó un problema operativo y económico, ya que también se perdió el dinero destinado a gastos. Morton contó que tejía gorros con la inscripción “Mar del Plata”, que vendía a través del portero de un hotel local para subsistir.
La situación se volvió crítica cuando observó la salida simultánea de los tres submarinos. “Entonces sí, pensé que debía informarlo”, explicó. Al no lograr contacto por las vías habituales, utilizó un número prohibido: “No debía, pero me arriesgué y lo usé”.
Durante sus jornadas de vigilancia, relató un episodio clave: compartía el escondite con un carpincho, al que describió como sociable y viejo. Una noche, un disparo proveniente del mar impactó en el lugar donde se encontraban y mató al animal. “Me salvó la vida porque podría haber sido yo”, afirmó.
Tras ese incidente, la agente Claire le ordenó abandonar el puesto y dar por finalizada la misión. “Me fui, no había nada que hacer. Me despidieron”, contó.
Posteriormente, recibió un reconocimiento firmado por las fuerzas británicas y un bol de plata, aunque expresó su incomodidad: “Me molestó. Porque no quería ningún reconocimiento, lo hice porque pensé que era lo correcto”.
Morton completó su historia confesando que nunca había contado esta historia públicamente, ni siquiera a su hija Patty. (TN)
