La comunidad judía se prepara para recibir, este domingo, la celebración de Janucá. La llamada “Fiesta de las luminarias” nos enseña que nuestra vida solo resplandecerá si nos involucramos con lo que sucede a nuestro alrededor, si enfrentamos los desafíos con fe, y si recordamos que con un mínimo de luz podemos disipar la oscuridad.

Para destacar el especial significado de esta conmemoración, que se extiende durante ocho días, compartimos la reflexión del Gran Rabino de AMIA, Eliahu Hamra.

Las velas de Janucá y la supervivencia de la cultura de la esperanza

Por Eliahu Hamra
Gran Rabino de AMIA

Este domingo, después de la puesta del sol, comenzará la festividad de Janucá, también llamada la Fiesta de las Luces. Janucá es una festividad judía que se celebra durante ocho días. Es una de las dos festividades, junto con Purim, que no aparecen en la Torá y que fueron instituidas por nuestros Sabios en tiempos del Segundo Gran Templo.

Hace 2.200 años, durante el dominio helenístico en la Tierra de Israel, el rey Antíoco IV intentó imponer por la fuerza la cultura helena a los habitantes del país, mediante diversos decretos contra los judíos, y colocó en el Templo de Jerusalén una estatua del dios Zeus.

Sin embargo, la historia real de Janucá comienza mucho antes de la persecución religiosa que ordenó. La historia empieza con el auge de Grecia y el florecimiento de la cultura helenística, que significaba el “boleto de entrada” al mundo moderno de aquella época.

Un grupo de guerreros, conocido como “los Macabeos”, se rebeló para restablecer la libertad religiosa en el país, y lograron un triunfo frente al ejército más poderoso del mundo por aquellos días. Después de tres años de guerra, los Macabeos reconquistaron Jerusalén, devolvieron el Templo a manos judías y encendieron la Menorá con una pequeña vasija de aceite puro que encontraron entre las ruinas.

Fue uno de los logros militares más asombrosos del mundo antiguo, y como decimos en la plegaria de “Al HaNisim”, fue la victoria de “los fuertes en manos de los débiles, los muchos en manos de los pocos”.

Las bellas palabras del profeta Zacarías (4:6) lo resumen muy bien: “No con ejército ni con fuerza, sino con Mi espíritu, dice el Eterno”. Los Macabeos no contaban con gran poder, ni con armas sofisticadas, ni con superioridad numérica. Lo que los impulsaba era el espíritu: un espíritu judío que anhela libertad y está dispuesto a luchar por ella.

¿Qué produjo esta diferencia entre Grecia y el pueblo de Israel? Los griegos, que no creían en un Di-s único y misericordioso, trajeron al mundo la idea de la tragedia: los seres humanos aspiran, luchan, a veces alcanzan grandes logros, pero la vida carece de propósito. El universo no sabe que existimos y, por cierto, no le importamos. El pueblo de Israel trajo al mundo la esperanza: estamos aquí porque Di-s nos creó con amor, y a través del amor descubrimos el sentido y la finalidad de la vida.

Las culturas construidas sobre la tragedia están destinadas a desmoronarse. La pérdida de significado termina llevando a la pérdida de valores y de los códigos morales sobre los que se sostiene una sociedad. La felicidad se sacrifica en nombre del placer; el futuro, en nombre del presente. La pasión y vitalidad que alguna vez las elevó se desvanecen. Así ocurrió con la antigua Grecia.

El judaísmo y su cultura de esperanza sobrevivieron, y las velas de Janucá simbolizan esa supervivencia: el rechazo judío a renunciar a sus valores por lo brillante y deslumbrante de la cultura secular, tanto entonces como hoy.

En tiempos del dominio griego comenzó la prueba que acompañaría al pueblo judío a lo largo de las generaciones: ¿cómo mantener la identidad judía mientras uno se integra en la vida social y comercial del mundo amplio? ¿Cómo aferrarse a las leyes de la Torá y a la tradición judía en un entorno con normas diferentes? ¿Hasta qué punto puede un judío ser una persona moderna, involucrada en los asuntos del mundo, y al mismo tiempo mantenerse fiel a su fe y a la herencia de sus padres?

Habrá quienes digan que no se puede ignorar el mundo moderno, que si no nos integramos quedaremos aislados de la familia de las naciones. En oposición a ello, nuestra herencia declara: el progreso y la modernidad no pueden venir a costa de la identidad judía. El pueblo judío se mantiene justamente cuando preserva su singularidad sin dejar de contribuir al mundo que lo rodea.

En esta realidad vemos a veces judíos que deciden renunciar a partes del judaísmo para integrarse mejor al entorno general, y enfrente, a quienes insisten en mantener su fe y su práctica, sin asimilarse en las culturas que los rodean. Hace más de 2.200 años este fue el mismo debate entre los helenizantes y aquellos judíos fieles a la Torá. En generaciones posteriores ese mismo debate continuó dentro del pueblo judío, solo que con otros nombres.

La mayoría del pueblo permaneció en aquella época fiel al judaísmo. Hubo diferencias en el nivel de observancia, pero el vínculo esencial con el judaísmo se mantuvo. La helenización atrapó principalmente a un sector específico, aquel que tenía más contacto con el comercio y la cultura del entorno; pero la mayor parte del pueblo permaneció leal a su fe, y eso se manifestó en el momento crucial.

También hoy, después de todos los milagros que hemos vivido en los últimos años, somos testigos de un gran despertar espiritual en todos los sectores del pueblo judío, tanto en Israel como en la diáspora. La luz del judaísmo y las velas de la fe siguen venciendo también en nuestros días.

Una vela de esperanza quizá nos parezca algo pequeño, pero a veces una civilización entera encuentra en ella su vida.

Así como en tiempos de los Macabeos una pequeña llama desafió a un imperio y anunció un renacer espiritual, también hoy cada vela que encendemos es un recordatorio de que la luz siempre vence a la oscuridad. La luz de Janucá no es solo memoria: es promesa.

Promesa de que, incluso en un mundo complejo y cambiante, la identidad judía sigue brillando; promesa de que la fe, cuando es sostenida con firmeza y humildad, tiene la fuerza de transformar la historia.

Y esa misma luz —la que acompañó a nuestros antepasados y que sigue encendida en cada hogar judío— es una luz que crece día a día, que ilumina los corazones, que despierta esperanza y que apunta hacia un tiempo de redención completa.

Como Gran Rabino de AMIA, quiero expresar mi bendición hacia toda la comunidad judeo-argentina. Que el resplandor de las velas de Janucá nos acerque, paso a paso, a ese momento tan esperado, cuando la luz del Mashíaj brillará sobre todo el mundo y traerá paz, unión y claridad para siempre.


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