En el mundial juvenil de 1979 me dió las primeras alegrías. Luego con el campeonato de Boca de 1981. Después fueron sus goles en Barcelona y su epopeya en el Nápoli. Y el mundial del 86, cuando todos nos sentimos los mejores del mundo y que podíamos tocar el cielo con la mano de dios. Era el tiempo de la ilusión colectiva de la recuperación democrática, cuando creíamos que un país mejor para todos era posible. Era el tiempo de la felicidad compartida. Recuerdo caminando por avenida Santa Fe hasta el obelisco el 10 de diciembre del 83 con una multitud de personas emocionadas hasta las lágrimas.
Luego vinieron los fracasos en la cancha y en la vida. De Diego y de la Argentina. Pasaron cuarenta años y estamos tristes intentando resignificar a un Diego que dejo de ser jugador hace 23 años. Cuantas alegrías y emociones nos diste sin pedir nada a cambio. Cuánta entrega. Cuánto talento. Cuanta desmesura. Cuánta impostura de un pibe salido de Fiorito. Cuánta fidelidad a los orígenes. Cuántas contradicciones. Ojalá podamos rescatar de su extraordinario legado, el deseo de construir una Argentina que le pueda ofrecer algo de felicidad a todos, como cuando alentamos a la selección con la camiseta que es de todos.
Hasta siempre Diego.