Jorge Mario Bergoglio, nacido en el barrio porteño de Flores el 17 de diciembre de 1936, dedicó su vida a la Iglesia y falleció en Roma tras casi doce años como Papa jesuita, austero y reformista.
Hijo de un matrimonio de italianos formado por Mario Bergoglio, que era empleado ferroviario, y Regina, ama de casa, egresó de la entonces escuela secundaria industrial ENET Nº 27, Hipólito Yrigoyen, con el título de técnico químico.
Tomó la decisión de convertirse en sacerdote a sus 21 años, en 1957, y para ello ingresó al seminario del barrio Villa Devoto, como novicio de la orden jesuita.
Cuando asumió su papado, su grupo favorito de música era Papa Levante y llegó hasta el cargo de Sumo Pontífice como hincha de San Lorenzo de Almagro.
La ordenación de su sacerdocio tuvo lugar el 13 de diciembre de 1969 y luego cumplió con una extensa carrera en su orden donde llegó a ser «provincial» de los jesuitas, desde 1973 hasta 1979.
Durante el consistorio del 21 de febrero de 2001, el papa Juan Pablo II lo designó cardenal del título de san Roberto Belarmino.
Además fue constituido en el primado de la Argentina, resultando así el superior jerárquico de la Iglesia católica de este país.
Integró la CAL (Comisión para América Latina), la Congregación para el Clero, el Pontificio Consejo para la Familia, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Ordinario de la Secretaría General para el Sínodo de los Obispos, la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.
Integró la conferencia Episcopal Argentina que presidió en dos ocasiones hasta 2011 y del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano).
En 2005 su nombre se incluyó entre los papables con insistencia, pero finalmente el elegido fue Benedicto XVI, el cardenal Joseph Ratzinger.
Años después, el 13 de marzo de 2013, se convirtió en el primer Papa hispanoamericano y jesuita.
Luego de una gran actividad como sacerdote y profesor de teología, fue consagrado obispo titular de Auca el 20 de mayo de 1992, donde ejerció como uno de los cuatro obispos auxiliares de
Buenos Aires.
Cuando la salud de su predecesor en la arquidiócesis de Buenos Aires, el arzobispo Antonio Quarracino empezó a flaquear, Bergoglio fue designado obispo coadjutor de la misma el 3 de junio de 1997. Tomó el cargo de arzobispo de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998.
Se convirtió luego en el primer jesuita primado de la Argentina y, en febrero de 2001, vistió finalmente el púrpura de cardenal.
Su liderazgo lo llevó a tener una relación tirante con el gobierno nacional, que tuvo varios picos como cuando el kirchnerismo impulsó y logró aprobar la legalización del matrimonio homosexual.

El papado
A lo largo de su primera década al frente del Vaticano, el papa Francisco tuvo como objetivo acercar la Iglesia al pueblo, particularmente a los excluidos por el sistema, así como también
dotar de simpleza y austeridad a su tarea pastoral.
Su elección, allá por marzo de 2013, se dio luego de que Benedicto XVI renunciara, envuelto en la serie de polémicas que había desatado la filtración de documentos vaticanos conocida como
Vatileaks.
Los cardenales que se inclinaron por el argentino Bergoglio buscaron a alguien que pudiera devolverle a la Iglesia la imagen más pura posible.
La querían al servicio del pobre, los desamparados y excluidos, así como también que estuviera lo más alejado que se pudiera de escándalos de corrupción y pederastia.
Desde su primer discurso, el ex arzobispo porteño marcó una de las claves de su pontificado: no era un monarca, sino un pastor.
Su frase clásica «Recen por mí» buscó desde el primer día ponerlo a la par del resto.
Al hablar desde el balcón de la Basílica de San Pedro, el entonces flamante Santo Padre anticipó que se iniciaba un camino de «fratellanza» (hermandad), lo cual quedó de manifiesto en su
perseverante llamado a la unidad, ya sea para resolver problemas mundiales como el hambre, la pobreza, los refugiados o el cambio climático; o para enfrentar situaciones como la pandemia del
Covid-19 o la guerra en Ucrania.
Pero también llevó ese mensaje en cada viaje que realizó y lo contextualizó a la situación local, como en las giras por la República Democrática del Congo y Sudán del Sur.
Su austeridad, marcada por hechos como la decisión de mudarse a la residencia de Santa Marta y no en el Palacio de Castel Gandolfo, quedó enfrentada con los sectores más conservadores de
la Iglesia, con los que mantuvo una tensa relación.
En ese marco, Francisco avanzó en reformas gubernamentales del Vaticano, para darles más espacio a las mujeres y a los laicos en el pequeño y poderoso Estado, así como también para prevenir que se repitan situaciones escandalosas como abusos sexuales a menores o manejos espurios de dinero.
En marzo del año pasado, la Iglesia había dado a conocer el documento sobre las reformas en la organización y estructura de la Curia Romana: la nueva Constitución, de 54 páginas, se tituló
«Praedicate Evangelium» (Predicar el Evangelio) y tomó más de nueve años en ser terminada por el papa Francisco y un consejo de cardenales.
La carta magna vaticana entró en vigencia en junio de 2022 y reemplazó a la que el papa Juan Pablo II había presentado en 1988 y que fue reformada parcialmente por Benedicto XVI en 2011.
Entre los cambios se destacó que cualquier persona bautizada, incluidas las mujeres, podrá dirigir los departamentos del Vaticano, espacios que hasta el momento estaban dirigidos por
clérigos, generalmente cardenales.
El año pasado, el Papa protagonizó viaje apostólico número 45 al exterior, el más largo y lejano de su pontificado, que abarcó doce días de gira por cuatro países del sudeste de Asia y Oceanía.
Pero posteriormente también se trasladó por Europa, más precisamente a Bélgica y Luxemburgo.
Opuesto naturalmente a toda guerra, condenó la utilización del nombre de Dios por parte de fanáticos de las religiones y abogó por la unión de todos los credos en pos del bien común y la felicidad. (NA)